
El desierto del silencio
Esther Dìaz en Para seguir Hablando.Eudeba , 1978
Lo invito a que pensemos en un mundo sin palabras. Un mundo en el que las cosas no se llaman de ninguna manera, y en cual nosotros tampoco tenemos nombre. Un mundo asì sòlo lo podemos imaginar como estàtico en el centro de un estallido. Tan pronto como nuestra imaginaciòn comienza a recorrerlo pensamos “montañas”, “lagos”, “nubes”, “gente”, decir, le ponemos palabras.
Para pensar necesitamos palabas. Ubico cada cosa según una palabra. Reconozco a cada persona segùn un nombre. Y si no sé su nombre, lo invento; para identificar a alguien de quien no sabemos, el nombre solemos decir “el señor bajito” o “la chica de los ojos claros” o “el muchacho de remera azul”.
Al igual que un hada, que con su varita mágica fuera animando las cosas, nosotros las iluminamos con palabras. ¿Còmo se llama? ¿Què es? Todo tiene que tener un ròtulo. Dar nombres nos tranquiliza, y si no sabemos el nombre, lo inventamos. A veces nos encariñamos con las palabras propias, con las que inventamos. De pronto nos escuchamos ponièndole nombre nuevo al ser amado, a un amigo, a un hijo, y nos quedamos como pprendidos de esa palabra, porque es nuestra palabra.
Como el lenguaje es un apràctica, hemos aprendido a llenar de connotaciones a estos extraños sonidos que son las palabras. Hay palabras que duelen y hay palabras que alegran. Hay palabras livianas y hay palabras contundentes. Los nominalistas meddievales decían las palabras son “Flatus vocis”, voces vacías, simple viento. ¡Es simple viento” escuchar “te amo” de quien quiero escucharlo, o “te desprecio” de quien no quiero escucharlo?
Los seres humanos somos seres insatisfechos y buscadores de equilibrios. Equilibrios efímeros pero necesarios. Encontramos cierta armonía hablando, haciéndonos escuchar, dando o recibiendo palabras. Si estoy enojada, me desahogo hablando. Si estoy contenta, me complazco hablando. Si estoy contenta, me complazco hablando. Si estoy enamorada, me trasciendo hablando. Si alguien nos escucha mejor. Y si nos escucha, somos capaces de hablar solos, ¡tanta es nuestra necesidad de materializarnos en palabras!
Hubo pueblos que creyeron que con los las palabras se les daba el ser a las cosas. Aún existen culturas cuyos individuos no les quieren decir su nombre a los desconocidos, piensan que con e nombre les están dando una parte de su espíritu. Umberto Eco escribe: “En el nombre de la rosa está la rosa”. Pero como contrapartida, el joven personaje de su novela, nunca se entera del hombre de la única mujer de la que estuvo enamorado en su vida. Con estos ejemplos intento ilustrar algunas de las distintas concepciones que existen acerca del valor de las palabras.
Ahora bien ya sea que las palabras se las considere simple viento o esencias inmutables, o bien que se la crea materiales o etéreas, todos queremos dar y recibir palabras. Un mundo sin palabras es para nosotros un desierto. Un desierto que cree y nos aísla. Es realmente desventurado quien cosecha desiertos. En sus ansias de recibir palabras, dice Nietzsche: “Muchos soles gravitan en el espacio vacío: su luz habla a todo lo oscuro; sólo calla para mí” y en sus ansias de ser escuchado, agrega: “Una sed tengo yo que suspira por vuestra sed! Mi alma es un canto de enamorado. Es de noche: ahora, cual una fuente brota mi anhelo, mi anhelo de hablar y de ser escuchado.”