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PALABRAS

PALABRAS… SOLAMENTE PALABRAS

Un enunciado es una palabra o conjunto de palabras proferidas entre dos silencios. Los enunciados sirven para realizar actos significativos. El lenguaje humano se articula produciendo discursos. El discurso es una secuencia de enunciados que expresan sentido.

La palabra no surge azarosamente. Dispone de mecanismos prefijados para su producción. Se emite respetando ciertas sujeciones. El discurso se perfila según un juego contrastado de permisiones y restricciones. La secuencia de enunciados se configura según mecanismos propios del fluir de la expresión, del lugar donde se manifiesta y del sujeto que emite el discurso.

Cada cultura dispone la producción de los discursos de manera tal que todos sabemos perfectamente lo que podemos decir  lo que no podemos decir, sabemos además dónde y cuándo lo podemos decir. A veces expresamos cosas que no querríamos haber dicho.

El discurrir que se manifiesta con palabras no es algo tan natural y espontáneo, como a veces creemos. El discurso acontece en un marco que lo hace posible. Sigue tácitos acuerdos que tienen que ver con el medio en que se habla, con el tema que se trata, con el emisor y con el receptor.

Nunca un discurso es totalmente original, nunca es totalmente imprevisible. Es como si, desde siempre, se estuviera acunando el discurso para que un buen día surja según un orden preestablecido. El discurso tiene su lugar, busca su poder. ¿Qué es lo que busca el discurso si no algún tipo de poder?

No hay discurso ingenuo, no existe el discurso neutro. Ningún discurso es inocente. Todo discurso va en pos de un poder: hablo para que me quieran; hablo para que me obedezcan; hablo para que me consideren; aunque más no sea hablo para que me escuchen. Siempre hay un deseo; de lo contrario, no hablaría. Imaginemos a un ser feliz, totalmente satisfecho, sin ningún tipo de necesidad, sin el más mínimo desequilibrio, ese ser no necesitaría hablar. ¿Qué es sino el deseo lo que acontece en el discurso?

No hay discurso sin deseo. Si realmente se considerara que todo está dicho, si se gozara de una especie de nirvana, de una plenitud total con ausencia de todo deseo, si se estuviera totalmente equilibrado, entonces, no se hablaría. El discurso es el lugar del deseo. Quien habla es siempre un ser, en mayor o menor medida, insatisfecho.

Hay ambigüedad en el deseo. Es deseo de hablar;  según en qué circunstancias, es deseo de no tener que ser uno quien rompa el silencio. Por ejemplo, comenzar a hablar ante un público numeroso, u hostil o en una situación de examen. En esos casos desearíamos, ya que los discursos circulan, que fluyera el discurso delante de nosotros y pudiéramos “embarcarnos” en él, dejarnos llevar por el discurso. Pero no hay alternativa, tenemos que asumir la ruptura del silencio. Tenemos una salvación, siempre se habla en una institución: colegio, emisora, familia, club, sindicato, etc.  Y cada institución tiene determinado lo que se debe y no se debe decir: en una conferencia científica no debería comentar mis dramas amorosos y en una declaración de amor no debería interrumpir a mi enamorado con una disertación sobre la Crotoxina. Cada institución nos tranquiliza haciéndonos saber que nuestro discurso está en el orden de la legalidad, de las reglas y normas que la rigen. También nos coacciona y constriñe marcándonos el rumbo que puede seguir nuestro discurso  y señalando los peligros que acechan más allá de sus límites. Las dos caras del discurso son el deseo y la institución. Hablo porque soy un ser deseante, controlo lo que digo porque quiero seguir hablando. Y no me estoy refiriendo solamente a sistemas autoritarios, sino también a los mecanismos que utilizamos para hacer menos ríspidas nuestras convivencias.

En toda sociedad  la producción de la palabra está controlada, seleccionada y distribuida por ciertos procedimientos. La función de tales procedimientos es evitar peligros, tratar de manejar lo azaroso y esquivar la terrible materialidad del discurso. La palabra tiene realidad material, tiene peso propio. Esto no se da a causa de una especie de “magia de la palabra”, sino porque hay un orden y una práctica del discurso. Las palabras dan placer, pero las palabras pueden doler; hay que controlarlas. Un ejemplo de la materialidad de la palabra, aun de aquella que no está avalada por los hechos, es lo que ocurrió en EE.UU., en 1938, cuando Orson Welles, en una emisión de su programa radial, describió la llegada de los marcianos invadiendo la Tierra. Hubo escenas de pánico, corridas e histeria. Durante algunas horas se conmocionó un país entero… y eran palabras… solamente palabras. 

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